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En un rancho llamado Charcas

  • Natalia Martínez Alcalde
  • Jun 26, 2014
  • 8 min read




Fueron dos niños los que al asomarse por la ventana la vieron. Doña Milagros estaba sentada en el piso del cuarto rojo. Delante de ella, un montón de velas encendidas, uno que otro cráneo de cerdo o de caballo y varios caracoles. Cantaba en un idioma extraño mientras elevaba y sacudía sus manos. No sucedió más que eso, pero como todo buen chiquillo, al contar aquello exageraron y le inventaron algunos aspectos sobrenaturales. Dijeron que ella había levitado, que sus ojos se había hecho completamente blancos y que los cráneos sobre el piso habían conversado con ella.


No tardó en hacérsele fama de bruja a la recién llegada. Cada que salía de su antes abandonada casa, los borrachos de las banquetas la miraban curiosos, las madres escondían a los hijos detrás de las piernas y las ancianas se cubrían el rostro con el reboso y se metían al templo para santiguarse.


Y es que Doña Milagros sí tenía facha de hechicera: con una arrugada tez muy clara, mucho más que la de ningún otro habitante del rancho, los párpados de sus grandes ojos azules estaban siempre pintados de negro, su cabello blanco y crespo caía enredado hasta la cadera. ¿Y qué decir de su ropa? Día tras día se le veía con la misma falda morada que llegaba hasta sus talones, la misma blusa negra y holgada, las arracadas cubiertas de piedras de colores y aquel espantoso collar de colmillos de tiburón. Seria y erguida, caminaba descalza por los caminos de tierra de Charcas. A pesar de su edad, tenía buen oído, por lo que no se le dificultaba escuchar los susurros de todos los que pasaban a su lado. “Enserio sí es bruja” decían unos mirándola de reojo. “Hay que cuidarnos, no nos vaya a lanzar alguna maldición” murmuraban otros. Y ella al escuchar aquello no podía evitar sonreír.


Un día, durante su acostumbrado recorrido por las calles, se le acercó, fingiendo preocupación, a una joven embarazada. La muchacha al ver a Doña Milagros se cubrió la barriga con ambas manos y tomó todo el aire que sus pulmones fueron capaces de contener. La anciana suspiró y comenzó a pasear sus mugrosas uñas por entre el cabello de la jovencita.


-Me llamo María Dolores- soltó ella.

-Yo, Milagros. Un gusto, preciosa- extendió entonces su mano y la jovencita la estrechó.- ¿Cuánto pa’ que te alivies?

-Dos meses.

-¡Vaya! que corta será la vida del chamaco- comentó Doña Milagros y la niña abrió los ojos consternada.

-Pero…- sacudió la cabeza- ¿Por qué?

-No puedo decírtelo aquí, pero sería bueno que me vinieras a visitar. Puedo ayudarte. Y no quiero que me temas, no soy mala. Jamás te dañaría ni a ti… ni a ninguno.


María Dolores llegó a las diez de la noche a casa de Doña Milagros. La anciana la recibió con un abrazo y la invitó a pasar. El cuarto era exactamente como los niños lo habían descrito: escalofriante. Las paredes estaban pintadas de un rojo desgastado, sobre repisas de madera se exhibían algunos cráneos de animales y frascos empolvados con líquidos de colores extraños. En el centro había una pequeña mesita redonda con un mantel azul marino y sobre ésta algunas velas encendidas y una bola de cristal.


-Sabía que vendrías, siéntate.- sonreía la anciana, mostrando un diente de oro.

La muchacha obedeció y se sentó delante de aquella mesa.

-Venía por la curiosidad. Me asustó mucho lo que me dijo del niño…

-¿Qué pasó con el papá?- Doña Milagros sacó un manojo de cartas del morral y acomodó cinco sobre la mesa.- Sí, tal como lo presentí- dijo analizando las cartas.

-Me abandonó.- sus párpados temblaron intentando retener las lagrimas que se acumulaban, dirigió la mirada a las cartas sobre la mesa- ¿Pasa algo malo?

-No… bueno, depende de cómo lo quieras ver. Hoy en día la fortuna de todos es la misma. El fin del mundo está tan cerca que mis cartas solo anuncian la muerte, niña. Éste es el último de todos los años para la humanidad. Lo siento, en verdad siento que tu hijo se vea obligado a entrar al mundo de las tinieblas tan pequeño.

-¿¡Qué!? ¿Cómo está usted segura de eso?

-¿Cuántos años cumplirás o cumpliste en este año, niña? ¿En qué año naciste?

-Veintiuno y nací en el noventa y tres.

-Suma esas cifras y verás que te saldrá 2014, nuestro año, muchacha. Y si sigues sin creer haz lo mismo con tu madre, padre, abuelos… Siempre es 2014. ¡El número del final, muchacha!


Aquella noche María Dolores se reusó a dormir. Se la pasó haciendo operaciones. Sumó la edad de su madre, más el año en el que había nacido. ¡Sí! Efectivamente daba 2014. Hizo la misma ecuación con su padre, su hermano, el muchacho que la abandonó, el tío Jaime, su prima y el vecino; el resultado fue siempre el mismo. Acabó desesperada, se envolvió en el edredón de su cama y comenzó a llorar pegando la cara a la almohada.


Explicó el presagio a su madre y a las hermanas de su madre. Las que sabían contar y sumar hicieron sus respectivas ecuaciones y emitieron un gritito agudo al ver el resultado. A los pocos días todos en el rancho ya habían hecho su suma y estaban enterados del inevitable fin del mundo.


Las cosas cambiaron también para Doña Milagros; ya no caminaba sola durante su acostumbrado recorrido por las calles de Charcas. Se unían a ella los curiosos que, desconcertados, la bombardeaban con un montón de preguntas. “¿Cómo fue que se hizo bruja? ¿Habla con los espíritus? ¿Habla usted con el diablo? ¿No me va a responder? ¿Cómo será el fin del mundo?” Y ella con mirada despectiva solamente decía “Ven a visitarme y responderé todas tus preguntas, antes no”.


Todos, inclusive las ancianas que se santiguaban al ver a Doña Milagros, la visitaron. Tenían que saber sobre aquel fin.


-¿Cuándo será?- preguntó Don Anacleto, dueño de tres vacas, dos caballos y un cerdito que llevaba ya algunos años engordando; padre de cinco hijos y esposo trabajador, aunque algo borracho.- Sé que se va a acabar en este año, pero no el día exacto.

Estaba sentado en la misma silla donde se sentó María Dolores, miraba con espanto los cráneos de cerdo que adornaban el lugar.

-Pues…- comenzó Doña Milagros- será el último día, en la última hora, con el último minuto y segundo del año. Treinta y uno de Diciembre a las 11:59. ¿Cuántos años tienen tus hijos?

-diez, nueve, cinco, dos y cuatro meses.

-Pobres criaturas, tan corto el tiempo en este mundo y tan largo el del martirio.

-¿Martirio? ¿Por qué martirio?- preguntó rascándose la nuca.

-Porque la vida después de la muerte no es como lo que ustedes creen. No hay cielo, Anacleto. Debes agradarle a los espíritus para lograr gozar de aquella vida. Y son muy pocos los que, al cruzar, disfrutan. Pero tengo un don, lo sabes. Y uso ese don para ayudar a los demás; puedo interceder por ti y tu familia, pero necesito algo a cambio. Siempre.


Doña Milagros se fue llenando de regalos; algunas cosas útiles y otras que pronto vendería. El puerco de Don Anacleto, un terreno de Don Jaime, el collar de perlas de la madre de María Dolores, los únicos aretes de oro de la familia Solís, una despensa completa de la Señora Carmen, la televisioncita con todo y antena del joven Brian. Un reloj muy bueno, un perro fino, las escrituras de la casa, algunas medallitas de bautizo, una guitarra y un cuadro de la Virgencita de Guadalupe.


Los habitantes de Charcas no hacían más que esperar la muerte. Caminaban despacio y silenciosos por las calles. Los señores apenas y trabajaban. Ya ningún niño jugaba futbol en las canchas de tierra y las niñas ignoraban a sus muñecas. Los templos se encontraban vacíos. La tienda de abarrotes de la Señora Carmen cerró. Se convirtió Charcas en un pueblo fantasma.

La mañana del treinta y uno de Diciembre la fila detrás de la puerta de Doña Milagros era más larga que nunca. Todos los ahí formados llevaban en brazos algún obsequio que le ofrecerían a la bruja como muestra de agradecimiento. Salió ella de la casa y los saludó sin inmutar ni un solo músculo de la cara. Recibió los regalos y les dio una última indicación.


-A partir de las cinco de la tarde nadie puede abandonar sus hogares. Despídanse antes de la gente que quieren y que no vive con ustedes. Asegúrense de cerrar bien puertas y ventanas. Que su casa esté lo más oscura posible. No puede haber nadie en las calles. Ni pueden asomarse al exterior, es mejor no ver el desastre que habrá afuera.


Así lo hicieron, con lágrimas se despidieron de los amigos y los vecinos. Se abrazaron y agradecieron los favores hechos en el pasado. Contaron una que otra anécdota que antes los habría hecho reír pero que aquel día solo podía hacerlos llorar. Y a las cinco en punto de la tarde, como Doña Milagros mandó, se encerraron en la casa, cerraron ventanas, cortinas y puertas. Apagaron la estufa, el refrigerador, la tele y cualquier otro aparato eléctrico. Las viudas esperaron sentadas en sus respectivos sillones, con los ojos cerrados. Las familias se amontonaron en una misma cama y abrazados conllevaron su infortunio. No les quedaba más que esperar lo ineludible; el momento en el que desaparecerían, en el que se alejarían de este mundo para no regresar, en el que se adentrarían a lo más oscuro y gris, al mundo de la soledad y las tinieblas. Lloraban porque no había manera para evitar lo que estaba a punto de suceder, porque tal vez no volverían a verse, por la tan corta vida de los niños y los sueños que jamás llegarían a cumplirse. Las madres besaban a sus hijos en la frente y las mejillas mientras éstos gemían desconsolados. Los padres ceñían a su familia, como si esos brazos fuesen capaces de evitar el fin. Todos en Charcas esperaron y esperaron y esperaron.


Dieron las 11:59. Faltaba un minuto. Aguardaron, como lo habían hecho por siete largas horas. Pasaron los segundos 1, 2, 3, 4. temblaban, sudaban y sollozaban. 15, 16, 17, 18. “Te amo” susurró María Dolores que yacía acostada sobre la cama con su recién nacido en brazos. 27, 28, 29, 30. Los brazos de Anacleto rodeaban a su esposa “Perdón por la veces que no estuve en casa, siempre has sido la única.” 34, 35, 36,37. La señora Carmen acariciaba con dulzura la foto de su esposo muerto y de su hijo militar. 47, 48, 49, 50. Lágrimas entre gemidos, lamentos rodeados por abrazos huecos de esperanza, la muerte acechando de cerca. 55, 56, 57, 58, 59. Un grito de angustia.


Dieron las doce, era el año 2015. Poco a poco el abrazo que habían mantenido por horas se fue debilitando, el desasosiego de la gente de Charcas se convirtió en rabia y deseo de venganza. Salieron a las calles, dispuestas a recuperar lo perdido. Caminaron rápidamente hasta llegar a casa Doña Milagros, golpearon la puerta con fuerza; nadie abrió, así que decidieron derribarla. El cuarto rojo estaba vacío, la mesita redonda ya no estaba, ni tampoco los cráneos de animales, ni los frascos de pociones, ni las velas, ni las cartas, ni los caracoles.


Doña Milagros había escapado aquella tarde pero no sin antes vender todos los obsequios que había obtenido. Se alejó de aquel lugar, con una sonrisa que mostraba su diente dorado, con la misma falda morada y la misma blusa negra, pero, eso sí, mucho más dinero guardado en sus maletas. ¿A dónde fue? Ellos jamás lo supieron ni lo sabrán; seguramente a algún otro rancho, a algún lugar donde pueda predicar otro inminente final, sólo que esta vez al sumar el resultado será dos mil quince.


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