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Los labios que han tocado el vaso

  • Natalia Martínez Alcalde
  • Jun 24, 2016
  • 6 min read

Es un vaso bajo y algo ancho, dentro de él hay un grupo de tres hielos y un líquido medio amarillo, medio café, que no llega, siquiera, a la mitad del pequeño contenedor. Mi amigo, un colombiano engreído, le da a su whisky sorbos que parecen sólo estar remojando la punta de su lengua. Gime, ronronea y exclama en voz baja lo fino que es el whisky. Claro, todo esto lo hace echándonos de vez en cuando una que otra miradita clandestina, como para cerciorarse de que lo estamos escuchando. Pero me estoy desviando del tema. El protagonista aquí no es el colombiano que se pavonea de un lado a otro con su whisky de 8 euros. No, no. El personaje principal de este relato es el vaso con el que tanto alardea. Nada del otro mundo: un recipiente chaparrito, redondo y ancho. Un objeto de lo más común que ha sido besado por centenares de labios distintos.


Antes de nuestra llegada, en aquella ventosa noche de Noviembre en Florencia, había llegado un hombre en traje negro, rodeaba con ambas manos un portafolio. Impecable, a excepción de la corbata que colgaba desabrochada de su cuello. Pidió un whisky y se sentó delante de la vieja barra de madera. Le entregaron ese vaso chaparrito y redondo, con tres hielos y un liquido medio amarillo, medio café. Lo bebió. El primer trago fue largo, retuvo el líquido en la lengua por unos instantes y recargó los codos contra la barra ya pegajosa de tantas bebidas que le han derramado. Sus labios, agotados de tanto aferrarse a los labios de otra persona, de tanto obstinarse en el amor como si éste fuese un ancla inamovible, tocaron el vaso. Lo besó. La boca de un hombre que aprendió a volar y voló muy alto para después caer de lleno sobre el frio concreto.


Entonces, una mano adornada con uñas postizas color carmesí, rodeó el cuello del desamparado. Y un hola, mentiroso y seductor, fue suficiente para que él accediera a contratarla aquella noche. Ella, antes de irse prensada del brazo del aparente hombre de negocios, bebió el último chorrito de ese whisky y dejó plasmado sobre el cristal su labial púrpura.


Contando un montón de moneditas entró otro hombre al bar. Uno muy distinto al pasado, éste no se había bañado en un par de semanas o tal vez meses. Llevaba puesta una gabardina larga, una playera verde agujerada, pantalones de vestir negros pero que por la tierra podrían pasar por grises y barba y cabello blanco atiborrados de nudos y polvo. Una vez delante de la barra, le mostró al dueño del bar su sonrisa chimuela, dientes marrones y roídos, y le pidió un whisky. ¡Por fin, después de tres largos días había recaudado el dinero para su trago! Lo pagó con todas las monedas que llevaba en las manos y sostuvo ese mismo vaso chaparrito y redondo, con tres hielos y un líquido medio amarillo, medio café. Suspiró mientras con su mano temblorosa acariciaba su nueva adquisición. Lo olfateó, lo atesoró, como si tuviese las riquezas del mundo entero ahí, en la palma de su mano. Los labios de un hombre que creía, algún día, convertirse en una celebridad, en un genio reconocido por todos, pero que a causa de la ignorancia del mundo entero se encontraba rezagado, tocaron el vaso. Acabó con el whisky de un solo trago y le entraron ganas de llorar. ¿Por qué no pueden durar un poco más los momentos de felicidad? Metió el vaso en su abrigo, debajo de la axila para ser exacta. Se puso de pie y con esa misma sonrisa carente de gracia, caminó hasta la entrada. El cantinero al darse cuenta gritó, lo amenazó. Rendido, el vagabundo, devolvió el vaso. Ya no llevaba puesta su sonrisa.


Poco después, uno de esos típicos metrosexuales fornidos, que se visten con playera y pantalones unas dos tallas por debajo de la que deberían usar, se acomodó, alzando la ceja derecha, en la mesa con mejor vista del bar. Noche de cacería. Observó cada una de sus opciones haciendo una lista de pros y contras mental. Hasta que la vio a ella: rubia, alta y guapa. Perfecta, a su altura. Le invitó un whisky. Ella lo miró incrédula. ¿A qué mujer le gusta el whisky? ¿Por qué no mejor un vodka? Pero aceptó la cortesía y sus labios inexpertos tocaron el vaso redondito. Le gustó, pero no tanto como su nuevo interesado. Se fueron, tomados de la mano, recorrieron Florencia a pie, para luego quedarse, sentados en la banqueta, charlando hasta el amanecer y terminar la velada con un beso sabor a whisky.


El pianista, con la nostalgia queriéndosele escapar por la boca. Acarició las teclas de su piano cerrando los ojos y tarareando quedo una de las canciones que ya hace mucho no tocaba. “Tráeme un whisky.” Ordenó a la camarera. Un whisky y una canción de José José no le hacen daño a nadie. Le entregaron el vaso chaparrito y redondo, con tres hielos y un líquido medio amarillo, medio café. Él le dio un sorbito. Sus labios, tan cansados de chocar rítmicamente, tocaron el vaso. Su garganta se refrescó. Sus manos comenzaron a golpear frenéticas las teclas del piano que llevaba unos cinco años sin ser afinado. Lo que un día fue no será, ya no vuelvas a buscarme, no tengo nada que darte. ¡De tu alpiste me cansé! Cantó y en cada espacio libre bebió un poco más de su Whisky. Vete a volar a otro cielo y deja abierta tu jaula, tal vez otro gorrión caiga. Pero dale de beber. Acabó el trago y con él la canción.


La mesera, en cuanto vio que el pianista había acabado su bebida, se apresuro a tomar ese vaso chaparrito. Se sirvió tres hielos y un líquido medio amarillo, medio café. Lo bebió, las manos le temblaban. Pegó sus angustiados labios al cristal del vaso mientras le echaba miradas energúmenas al reloj, como esperando que cada segundo se transformara en minuto y, por ende, los minutos en horas. Son las dos de la madrugada y no ha podido volver a casa. ¿Estará bien la niña? Se preguntaba a cada rato. Maldecía su trabajo y su nerviosismo nocturno que se estaba transformando en costumbre. Pero qué más podía hacer para mantener a su hija. Sin estudios, sin títulos, sin nada. Dime, ¿Quién la contrataría? Se sentó en el piso y se rindió. Recargó su cabeza y espalda sobre la repisa tapizada de botellas.


Es entonces, justo entonces, cuando aparece mi amigo. ¡Sí! El colombiano engreído. Se lanza sobre la barra y observa de mala gana a la mesera que descansa sobre el azulejo negro. Un whisky per favore. Dice en italiano mal hablado y ella le entrega el vaso chaparrito y redondo, con tres hielos y un líquido medio amarillo, medio café.


Y sí, el rey de esta narración es un simple vaso de whisky. Un vaso que parece no tener demasiada capacidad. El whisky tarde o temprano se lo acabará, los hielos se derretirán y la mesera que ahora le prepara cocteles de fresa a un par de niñas pecosas, lo lavará y acomodará dentro de un almacén arrinconado. Pero lo que pocos, o tal vez nadie sabe, es que aparte del líquido medio amarillo, medio café, ese vasito contiene un montón de lágrimas silenciadas y ocultas en lo más profundo de los que lo beben, un consuelo con el que cuentan los se creen desafortunados, el deseo de olvidar que a todos se nos es negado, la nostalgia del desprendimiento o la fuerza que se requiere para llevar a cabo el inicio de una historia. O tal vez una recompensa después de días de arduo trabajo, un método efectivo para aclarar las cuerdas vocales y liberarse de la vergüenza o ese descanso tan esperado. No. No es el whisky el que llena aquel vaso, ni tampoco los hielos, ni el polvo que pudo haberse quedado ahí dentro, sino las razones por las que nos acercamos a él. Razones que ese, aparente, pequeño contenedor de vidrio acumula y seguirá acumulando.


¡Crash! La onomatopeya de un estruendo me devuelve a la realidad. El vaso yace ahora en el piso, hecho añicos. Mi amigo, con los ojos bien abiertos, mira su preciado whisky derramado.


Perdón ¿En qué me quedé? ¡Ah, sí! Que aquel vaso, por más minúsculo que parezca, tiene la capacidad suficiente como para acumular un número infinito de historias. Bueno, a menos de que a alguien se le ocurra romperlo.


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