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10 minutos con Neli

  • Natalia Martínez Alcalde
  • Aug 24, 2016
  • 6 min read

Después de leer 5 horas con Mario de Miguel Delibes

I

Después de cerrar la puerta tras la última visita, Jaime recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el frío de su superficie. Cierra los ojos y suspira. Es hombre y los hombres no lloran. Él no llora, menos mientras sus hijas chillan desesperadas en sus respectivas camas. Cuando heredó la empresa familiar, la funeraria, jamás imaginó algún día tener que preparar el cuerpo de su esposa. Hacía ya unos nueve años que no trabajaba directamente con un cadáver.

Se pone los guantes de látex y un delantal de un tieso plástico amarillo. “Mientras más lo piensas más duele” recuerda las palabras que articuló su madre esa mañana. Inhala. Huele a formol.

Neli yace desnuda sobre la camilla metálica. Pechos redondos, firmes incluso después de haber sido madre dos veces. Muslos tiesos y moreteados. Labios hinchados. Ojos cerrados. Cabello negro enmarañado en un charco de sangre seca. “La camilla debe estar fría” piensa Jaime pero se reprime enseguida. ¿Qué más da?

Con una regadera de aluminio, la baña, dejando que el agua, que ha adquirido un color castaño, baje en cascadas al piso. Le lava el pelo. Le pasa el estropajo. Intenta olvidarse del calor que le propiciaba noche tras noche ese cuerpo impávido, de las gotas de sudor que derramó sobre su cuello, de los ojos abiertos o de los gemidos o de la sonrisa que formaba un par de arrugas sobre la mejilla derecha. Suprime toda caricia en su tacto. Evita mirarla de vez en cuando. Y la toca, así como ha tocado ya a tantos muertos. Arquea la espalda, deja caer los párpados. Los gritos de las niñas lo agotaron. “Mamá se fue al cielo” les había dicho. “Pues yo me quiero ir con ella” contestó Lucía, la pequeña.

Una vez limpia, rocía cada uno de los orificios de Neli con un poderoso desinfectante. Con la palma de la mano firme y bien abierta, le masajea las piernas, los brazos y el cuello. Presiona y jala con fuerza. Libera la rigidez de la musculatura ocasionada por el rigor mortis.

Jaime la analiza. Sitúa su rostro: que la cabeza mire hacia el techo. Crea entonces un puerto de inyección en la arteria femoral de Neli. La máquina embalsamadora drena la sangre, la intercambia por un fluido de formaldehído que mantendrá el cuerpo fresco por mucho más tiempo. Le abre con precisión la cavidad abdominal. Remueve todos los órganos y los deja remojando en un recipiente metálico. Recubre las paredes interiores de la cavidad con polvo para embalsamar.

Sobre el banquito de madera están las bragas blancas de encaje y el vestido rojo. Lo había elegido porque era el preferido de Neli. Siempre que lo usaba se pintaba la boca del mismo tono, se adornaba con las perlas de su primer aniversario y se dibujaba sobre las pestañas una delgada línea negra.

Le pone el vestido con las manos trémulas, arañando la tela. Le pone las bragas, le roza las piernas, las abraza. Recuerda aquella noche, muy al inicio, cuando él le adelantó que sería ella la mujer de su vida. Lo hizo así: sujetando sus muslos, mirándola suplicante. La diferencia es que ella lo observaba de vuelta.

Hacía nueve años que no trabajaba con un cuerpo.


II

Es obvio que no iba a dejar que alguien más lo hiciera, Neli. Nunca dejaría que otro te quitara la ropa. De sólo imaginarme los comentarios de los pervertidos esos, me hierve la sangre. ¿Tú crees que no me daba cuenta de cómo te miraban cuando te paseabas por aquí? Te escaneaban de arriba abajo y estoy seguro que después comentaban entre ellos lo buena que estaba la mujer del patrón. No, no. No les iba a dar el gusto. Tu eres mía. Tu cuerpecito, tu boca, todo. Eres mi esposa. Y eso significa que nadie más puede verte y mucho menos tocarte, ni aunque estés muerta.

Lo último que imaginé al dedicarme a esto de las funerarias es acabar embalsamándote. Nunca lo pensé. ¡¿Bueno y es que quién carajos iba a suponer que te morirías?! Todo fue tan repentino y tan estúpido. ¡Tan fuera de lugar!

¿Y ahora qué, Neli? Lo teníamos bien planeado: tú te ibas a dedicar a la educación y la crianza de las niñas, ellas iban a crecer con su mamá. Tú y yo también, Neli. Íbamos a envejecer juntos. Tú conmigo siempre y yo morir antes que tú. Los hombres no están hechos para quedarse viudos. En eso quedamos. ¿o, no? Pero tenías que ser tan tú. Tan despreocupada, tan egocéntrica, tan inmersa en ti y en tus banalidades.

No sé por qué acabé contigo, Neli. Bueno, sí, sí sé. Siempre me encantaste físicamente. Me volvía loco al verte andando por ahí. Creo que ninguna me había gustado tanto. Pero cuando me quedaba con tu cabeza ya no me convencías. No me atrevía a decírtelo por que eras demasiado linda y lo menos que quería era que terminaras odiándome. Había tanto que deseaba cambiarte. Vamos, Neli, el reloj enorme. ¿Qué punto tenía? Tus ademanes de señora en una fiesta de té, las conversaciones monótonas con tus amigas. Desde el principio supe que ninguna de ellas me caería bien, muy desde el principio supe que ni con tu madre lograría entenderme. Y no, nunca lo logré. Para todo tu entorno tú te estabas arruinando la vida conmigo. Te pudiste haber casado con cualquier otro. ¿Sabes? Pudiste haber tenido mucho más. Pretendientes nunca te faltaron. Con alguno de ellos hubieras encajado en esas fiestas a las que me hacías ir. Te hubieras sentido más cómoda. No me lo dijiste pero nunca te sentiste cómoda conmigo. ¿Por qué acabaste a mi lado, Neli? ¿Qué te hizo amarme? Porque sé que me amabas. Nunca me pediste más de lo que podía darte, pudiste haber estado con cualquiera de aquellos y me escogiste a mí. Al tipo de la funeraria. ¿Por qué, Neli? Sí me querías mucho ¿no? Muchísimo. Se te notaba en la carita cuando pasábamos un buen rato sin vernos. Mi muñequita, te reías mucho. Te me colgabas y no me soltabas, pegada a mi como una rana a su hoja. Renata agarró esa maña, ella tampoco me suelta cuando llego a casa. ¿Está bien bonita, verdad? ¿Te acuerdas que nos la imaginábamos? Decíamos que nuestros hijos serían puros ojos. Sí, tienen los ojos enormes. Son muy listas, muy vivas. Eso te lo debo a ti, Neli. Les dedicaste todo el tiempo que yo no pude darles. A pesar de todo, si hay algo que sabías hacer era el ser mamá. Asumiste bien tu rol.

¿¡Por qué chingados tenías que morirte, Neli!? ¿¡Y ahora qué hago!? ¿¡Por qué tenías que agarrar el puto coche!? ¿¡Qué no entendías que tenías dos niñas en casa!? Y a mí, Neli, y a mí. No era mi intención gritarte así, no tenías que salir tan acelerada. Lo siento, en serio perdón. Es que a veces me desesperas mucho, Neli. A veces no te tolero. Odio que cantes durante todo el día la misma puta canción. Que pases tanto tiempo pensando qué te vas a poner. Odio que te tiemblen tanto las manos. No es normal. ¿Por qué temblabas así? Seguramente fue tu madre la que te quebró los nervios. ¿Te lastimó mucho verdad? Estaba loca. ¡Está loca! Le tuviste pavor. A mi no tenías por qué tenerme miedo. Nunca, nunca, Neli, te pondría una mano encima. No te hubiera lastimado jamás. Si reaccioné mal entiende que fue también tu culpa. Me tenías harto con tus acusaciones. No intenté controlarte, solamente intentaba enseñarte lo que se debía y no se debía hacer. ¿Te acuerdas cuando te conté de la ignorancia? Que son imposiciones que nos adjudica la sociedad. Tú estabas llena de capas, de falsedades. Todo lo que decías me sonaba a falso, o casi todo. ¡Pero esto me gano con intentar ser maestro! Los alumnos son los menos agradecidos y al final el tiempo invertido jamás se recupera. Te digo, Neli, que desde el principio yo sabía que tenía que estar con un igual. No con alguien a quien tener que estar aleccionando. Y aún así opté una y otra vez por ti. Me convencía tu sonrisa y tu dulzura y tu amabilidad y tu belleza. No podía perderte. Me asqueaba al imaginarte con algún otro. Tú, exhalando sobre otro cuerpo. Mirando a otro con el amor con el que me mirabas a mi. Acariciando a otro y que otras manos te toquen. No, Neli. De solo pensarlo me enfermo. Eres mía.

¿Ya no me vas a volver a mirar así, Neli? ¿Ya no te vas a reír conmigo? ¿Ya no vas a cantar por ahí las canciones que yo tanto odio? ¿Ya no te vas a sentar en mis piernas? Ya nada, Neli, nada. ¿Se acabó? Perdóname por haberte asustado así. Por hacerte llorar, no era la primera vez, Neli. Pasaste de soportar los malos tratos de tu madre a soportar los míos. Fuiste la mejor mujer que conocí, con un alma muy bonita. Y me amabas y te amo.

¿Y ahora qué, Neli? ¿Regreso a nuestra cama vacía? ¿Me baño en nuestra ducha? ¿Me paseo por la casa que construimos juntos? ¿Qué hago con tu ropa, Neli? ¿Qué hago con tus miles de zapatos? Con tus fotos. ¿Cómo le hago para peinar a las niñas? ¿Para criarlas? ¿Cómo hago para ya no verte?

Nunca te voy a perdonar.

III

Jaime presiona la mano de aquel cuerpo embalsamado vestido de rojo con delicadeza. Se seca las lágrimas, se endereza y se va. “Los hombres no lloran.” Eso le decía su padre.


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