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Terror: La filosofía detrás del miedo ¿Qué es lo que hace del misterio un placer irresistible?

  • Natalia Martínez Alcalde
  • Aug 25, 2016
  • 6 min read


Según varias estadísticas, una de cada tres personas, disfruta de pasar dos horas sentado en un sofá o una butaca, en la oscuridad, viendo un filme en donde el protagonista corre atemorizado por estrechos callejones siendo perseguido por un ser de aspecto inhumano, abominable, que, con un enorme cuchillo, anhela cortar por la mitad a nuestro tan querido personaje principal. ¡Sí, hay personas que se regocijan al ver asesinos llevar a cabo su sanguinaria cadena de crímenes! Gente que ama la tortura, que desea ver explosiones de órganos en pantalla. Las casas embrujadas, los fantasmas. La adrenalina que viene acompañada de sudoración, sentir el corazón a mil por hora. La paranoia que nos hace mirar atrás, porque sentimos que alguien nos observa, que alguien respira detrás de nuestro oído.


Este género cinematográfico tiene como única ambición la de posicionar al espectador al borde del ataque de pánico. Una buena película de terror debe sumergir a su público en su mundo, no importa qué tan inverosímil sea. Nos debe hacer querer huir, saltar sobre el asiento, cerrar los ojos, desesperarnos, jalarnos los pelos. Vivir a través del personaje esa situación que de pronto comienza a tornarse misteriosa e inaudita. Al situarnos en los zapatos de los personajes de la película e imaginar todas aquellas anomalías ocurriéndonos en carne propia, es normal que sudemos, chillemos y no queramos ver más. Sin embargo, hay algo que nos hace seguir ahí, que impide que nos levantemos y salgamos de la sala o que optemos por apagar la televisión o cambiar de canal.


“A la gente le gusta tener miedo, cuando se sienten seguros”. Alfred Hitchcock.


¿Por qué? Somos tan raros: encontramos un bizarro placer en el temor, en el misterio, en los actos de violencia. ¿Masoquismo? ¿Depravación? ¿Qué es ese factor humano que hace de películas como Saw (2004) o Poltergeist (1982) hitos de la cultura popular? ¿Qué hace que tantos se interesen por el Gore? ¿Serán las reacciones fisiológicas tan intensas que éstas nos contagian? ¿La necesidad de excitación física o emocional, de conmociones contrastantes? ¿Será el aburrimiento o el tedio de una vida rutinaria y precaria de exaltaciones? ¿Será por su poder catártico? ¿El que nos haga revivir traumas del pasado? Es probable que sean todas estas razones las que eviten que la lamparilla del terror se mitigue.


No obstante, entre las miles de justificaciones psicológicas y físicas que le podemos dar a esta fascinación tan quirky de la sociedad actual por lo sangriento y desagradable, existe una que, a mi parecer, es la más atinada. El cine de terror tiene un enorme poder catalizador: es la manera moralmente abordable de darle rienda suelta a nuestros instintos más agresivos, violentos o descabellados. El cineasta busca hacer sufrir, el público busca sufrir.


Según Friedrich Nietzsche, así como nos lo explicaron alguna vez en primaria, cada persona tiene, sentado en el hombro derecho, un angelito que lo guía por el mundo de la luz y la justicia, llamémoslo como el dios griego de la rectitud: Apolo. Tenemos también, cada uno de nosotros, un diablito que se acomoda sobre el hombro izquierdo y nos incita a la violencia, a la oscuridad. A éste pongámosle como al dios griego Dionisio, la deidad del desenfreno y las pasiones carnales. Así que dentro de cada ser humano coexiste un lado apolíneo y otro dionisiaco que se encuentran en constante conflicto.


El ser humano, consciente de esa naturaleza bélica, pasional y violenta, intenta ocultar lo dionisiaco, creando un sinfín de legalidades sociales, morales y religiosas. Apolo debía aplastar al dios del “mal”, de no ser así, acabaríamos matándonos. Preferible decir que debemos amarnos los unos a los otros, que matarnos los unos a los otros. Como bien dijo Thomas Hobbes en Leviathán “El hombre es el lobo del hombre”. Así que para lograr convivir en armonía colectiva hay que ceder nuestra voluntad a un grupo que nos indique cómo es que hay que vivir, qué es lo que tenemos que hacer.


“Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura”. Edgar Allan Poe


El padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, basándose en la dualidad del ser humano presentada por Nietzsche, escribe en 1930 una de sus principales obras, El malestar en la cultura. Nos explica cómo la cultura para lograr realizarse debe, reglamentariamente, sofocar nuestros instintos primitivos. Para Freud la cultura vive en perpetuo malestar, ya que funciona solo a través de la represión. ¿Darle rienda suelta a ese lado dionisiaco? ¡No, no! Tú se apolíneo, trabaja, estudia, ríe con amigos y pórtate bien. ¡Ama, se gentil! Pero ¿funciona erradicar nuestros instintos? ¿Qué es el Ying sin el Yang? Imaginen una vida sin la pierna izquierda. “El hombre de la cultura es un neurótico” – Freud. Esa cultura, esa vida en sociedad, no hace más que amputar una parte inherente de nuestra naturaleza y es por esto que cada vez hay más dementes.


“Como especie, somos esencialmente dementes. Si juntas a más de dos en un cuarto, elegimos un bando y empezamos a soñar motivos para matarnos. ¿Por qué crees que inventamos la política y la religión?”. Stephen King


Nietzsche admira a las sociedades antiguas, porque en ellos aun no existía el sentido de culpa. No se avergonzaban de sus inclinaciones carnales. No rechazaban la crueldad. Para el ser humano moderno el sufrimiento es un impedimento a la vida, para sociedades antiguas hacer sufrir era algo imprescindible, fuente de alegría, un ingrediente humano. Hoy, lo dionisiaco de cara a la sociedad, da pena, temor, culpa, vergüenza: es ese lado aplastado de cada uno de nosotros, que de vez en cuando susurra algo, nos da alguna idea desagradable, nos tienta.


“Saber que vamos a morir lo cambia todo. Sientes las cosas de un modo diferente y las hueles muy distintas. Sin embargo la gente no aprecia el valor de sus vidas. Siguen bebiendo un vaso de agua, pero no la saborean”. Saw (2004)


El cine de terror es uno de los poquísimos cultos a lo dionisíaco que son moralmente aceptados en la sociedad. Detrás de esa pantalla color escarlata, el espectador se entrega al mundo de lo instintivo, de la violencia, el sufrimiento. Pierde la centralidad del Yo. Aplasta la razón de un mundo esquematizado y controlado en donde todo el tiempo se te dice lo que se debe y no se debe hacer.


Como lo sugerí anteriormente, para que una película de terror impresione, funcione como catalizador y, por ende, logre su cometido, es necesario introducir al espectador en el universo que ésta relata, ponerlo en los zapatos del personaje, construir una trama que transforme lo ficticio en algo viable. Es aquí que se complica un poco la cosa.


Afortunadamente, como dijo Kubrick, “si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”. Todo está en la creatividad y en el buen uso de los elementos que nos provee el séptimo arte. ¿Qué sería de Shutter Island (2010), el filme de Scorsese, sin su estridente banda sonora? ¿The Shining (1980) sin Jack Nicholson como el demente de cejas alzadas que intenta matar a su esposa con un hacha? ¿Quién más pudo haber dicho la emblemática frase Here’s Johnny asomándose por una puerta rajada? ¿Causaría tanto asco Sheitan (2006), de Kim Chapiron, sin esa selección de imágenes tan brutales?

“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. H.P. Lovecraft


El montaje –como bien explicó Hitchcock– tiene que ir develando la atmósfera poco a poco para sumergir al espectador en un mundo terrorífico pero veraz. William Friedkin, en El Exorcista (1973), nos muestra a una madre afligida que cree que algo extraño le sucede a su niña. El padre Merrin sube las escaleras lentamente mientras se escuchan ruidos en la habitación de ella. Otro ejemplo sería el de Spieldberg con Jaws (1975), en una de las primeras escenas de la película, cuando Chrissie se mete a nadar: la pasa bien, sonríe. De pronto algo la sumerge. Ella lucha, intenta tomar aire. Chrissie sacude los brazos mientras algo la mueve por debajo. ¿Qué hay ahí? El ritmo de la música aumenta, se vuelve más audible, más violenta. Más gritos, más llantos, más llamadas de auxilio. De pronto, silencio: atributo esencial de la muerte.


Son pocos los filmes de este género que realmente logran impresionar lo suficiente, ser verdaderas odas a esa parte malévola y sanguinaria que viene adherida a nuestra naturaleza humana. Pero si lo consiguen, se convierten en sellos inamovibles del imaginario popular. El género que, gracias a su capacidad de impresionar, se vuelve inmortal y perpetuo en la mente de su afligido público.


“Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan”. Stephen King


La existencia de creaciones como las de Friedrich Willhelm Marnau, director de Nosferatu(1931), Hitchcock, el maestro del suspenso, o James Wan, creador de la nueva y escalofriante The Conjuring (2013), recalca la existencia de ese lado oscuro y prohibido en el ser humano. El cineasta o escritor de lo sombrío desea, por sobre todas las cosas, hacer sufrir a su espectador. El espectador busca el sufrimiento o la emoción que le es arrebatada por las reglas morales. Es así cómo el cine de terror se convierte en una oda al lado dionisiaco del ser humano, a esa parte que subsiste ignorada, ese lado oculto al que no le permitimos salir a la luz, pero que vive, obligado a vagar entre los rincones más sombríos de nuestro cerebro. Nuestros deseos carnales, nuestras obsesiones. Esa parte muy nuestra que nos avergüenza tanto, a la que le encantaría tener dos colmillos afilados para clavar en la yugular de quien sea que tengamos a un lado.


Link IV Acto: https://ivacto.com/2016/08/25/terror-la-filosofia-detras-del-miedo-que-es-lo-que-hace-del-misterio-un-placer-irresistible/


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