Lisztomanía
- Natalia Martínez Alcalde
- Feb 14, 2017
- 7 min read

Jack Friday nació y creció en Grand Prairie, Texas. Ahí estudió, ahí se casó, ahí tuvo a su hija y suponía morir ahí también. Le gustaba el country e ir al rodeo los miércoles por la noche. De siete de la mañana a tres de la tarde era surtidor de combustible, al salir, se convertía en un cowboy con todo y sombrero, pantalones vaqueros, botas de piel de lagarto y un cinturón de cuero con una enorme hebilla plateada. Tenía un calibre 45 fabricado por la casa Smith & Wesson en el armario. Bebía cerveza en enormes tarros congelados y hablaba mal de los negros. Le pedía a Desiree, su mujer, que llevara escotes pronunciados, así los del pueblo admirarían ese cuerpo escultural y, por ende, al hombre con el que compartía la cama. “Come here, baby, an’ give me some sugar” le decía siempre que estaban en público. Ella lo abrazaba indignada. Él no se daba cuenta que a ella le molestaba.
En 1992 nació su hija Betty Sue. Se enfadó durante dos días con Desiree por haberle dado una niña, después se resignó y comenzó a encargarse de su hija. “Don’t worry, kid, I’m sure the next one’ll be a boy an’ this family’ll be as happy as a puppy with two peckers.” Eso fue algo así como un “no te preocupes, te perdono”, ella no respondió.
En el cumpleaños número cinco de Betty Sue, Jack Friday sufrió un accidente automovilístico. Llovía. Perdió el control del volante por estar cambiando la emisora de radio. La pick-up roja derrapó, giró un par de veces dejando la marca de los neumáticos sobre el asfalto de la carretera y se estrelló contra el muro de contención. Jack Friday se golpeó la cabeza con el cristal de la ventanilla. La herida derivó en una larga cicatriz horizontal encima de la oreja derecha, donde ya no le crece pelo. Quedó inconsciente. Recuperó el conocimiento al día siguiente. Desiree y Betty Sue lo observaban a un lado de la cama. Su mujer seguía igual de guapa y su hija idéntica a como la recordaba. Jack Friday se soltó a llorar. Los 24 años en Vrauslisgarna habían llegado a su fin.
“¿Por qué no ha crecido la niña?” preguntó en un sobresalto, claro, en inglés, no hablaba ningún otro idioma. “Parece de cinco años”.
“Tiene cinco años, Jack.” respondió Desiree también en inglés y con un acento texano muy marcado.
“¿Cinco años? ¿Cuánto tiempo me fui?”
“Un día, Jack, estuviste inconsciente un día.”
El paso del tiempo en Vrauslisgarna y en la tierra es distinto. El espíritu de Jack fue capturado por los Vrauslisgarnianos mientras él dormía. Pasó 24 años en aquel planeta de cielos verdosos y púrpuras, alimentándose de hierbas marítimas fosforescentes y de perlas que al morder sueltan un líquido que se queda pegado al paladar un buen rato pero es dulce, así que a Jack le gustaba.
Jack Friday nunca había salido de Texas y ahora era uno de los dos individuos en la historia de la humanidad que había visitado aquel planeta a 14, 150 millones de kilómetros de Grand Prairie. Un día de inconsciencia terrestre bastó para convertir al good ol’ Jack Friday en un ser distinto.
A mediados del siglo XIX llegó Franz Liszt a Vrauslisgarna. El compositor austriaco pasó ahí una semana terrestre. Liszt era toda una celebridad: convertía a todo Vrauslisgarniano que lo escuchaba en su súbdito. Despertando en ellos una histeria nunca antes experimentada. Lo mismo pasó con los seguidores de Liszt en la tierra, esta exacerbación fue posteriormente denominada en nuestro planeta como Lisztomanía o fiebre de Liszt.
“Toca algo para nosotros” le dieron un piano al pobre Jack Friday. El auditorio, construido durante la estancia de Liszt al estilo terrestre, estaba plagado de esos enanitos de piel trasparente rellenos de luces amarillentas. Lo observaban ansiosos, expectantes, con esos enormes ojos bien abiertos y la boquita formando una perfecta O. Los Vrauslisgarnianos creían que todo humano sería como Liszt.
"I don' play no piano" el público soltó un gritito de susto. Ocho años después de practicar alrededor de 9 horas diarias logró dominar el instrumento, 16 años después ya componía piezas de gran complejidad, ni siquiera después de 24 años logró que su publico se acercara a la Lisztomanía. Le agradecieron su esfuerzo y lo devolvieron a la tierra con su hija y esposa.
Una vez en casa, Jack Friday le pidió a Desiree un piano. “We don’t have one.” Vendió su calibre 45, su sombrero y sus botas, su pick-up y compró un enorme piano de cola que acomodó frente al viejo televisor. Dejó su trabajo en la gas station, abandonó su estilo cowbow para vestirse como su adorado Franz Liszt: smoking, camisa blanca debajo de un ajustado chaleco a cuadros, saco negro y un lazo del mismo color alrededor del cuello.
Desiree no lograba entender cómo de la noche a la mañana su esposo se había convertido en un pianista experto y prefería el té antes de la cerveza. “¿Qué te pasó?” Él le contó todo, incluyendo su nueva meta: lograr Lisztomanía en sus oyentes. Ella lo llevó al psicoanalista, quien aseguró que la herida había despertado el inconsciente musical de Jack Friday y que ahora padecía de personalidad esquizoide y de narcisismo. Ella se desmayó, quedó inconsciente cinco minutos.
“¿Fuiste a Vrauslisgarna?” le preguntó Jack Friday en cuanto recobró la consciencia.
“No, idiota.” Contestó ella, pero en inglés.
Jack Friday y Desiree se divorciaron cinco meses después. Ella se quedó con la custodia de Betty Sue, lo que le rompió el corazón a Jack. Con el dinero que le sobró de la venta de su pick-up, se fue con el piano a Nueva York. Ahí lo escucharía más gente, ahí tal vez lograría su cometido. Tocó el piano en los barrios bajos de la gran manzana, Pero por más que agradaba a los que pasaban por ahí, por más que se daba a conocer entre los vecinos, por más que componía, que aumentaba la velocidad de sus dedos, por más que enloquecía tocando aquel inmenso instrumento, no lo lograba. ¿Qué había hecho Liszt para sacar de quicio a sus oyentes?
Su nueva vida era sencilla, muy parecida a sus años en Vraulisgarna. Despertaba y bebía té inglés en una taza con flores que había encontrado en la cocina de la señora Collins, la enorme negra que lo recibió en su hogar por solo 50 dólares mensuales. “Just to pay some bills, honey” le dijo meneando sus enormes caderas. Jack Friday no había conocido jamás a alguien tan generoso. No volvió a hablar mal de los negros. Después del té salía a la acera y se ponía a deleitar a los vecinos de aquel barrio latino con basura voladora. El clima le dictaba qué era lo que debía tocar. Si estaba nublado optaba por algo como el Nocturno 20 de Chopin, si el sol se asomaba prefería interpretar Voces de primavera de Strauss o algo de Bach. Por las noches, leía libros de Victor Hugo, poesía de Lord Byron y no se bañaba porque creía que el agua le podía limpiar las ideas ganadas a lo largo del día. La señora Collins lo rociaba con colonia mientras dormía. “Why do I smell so damn good, Mrs. Collins?” Ella sonreía.
Su primer verano en Nueva York le dio calor la ropa victoriana, así que adoptó el estilo Vrauslisgarniano: compró pintura azul celeste - es tal vez lo que más se parece al transparente -, en calzoncillos, se pintaba de pies a cabeza y se enrollaba en luces de navidad. Eso llamó un poco más la atención del público y asustó a la señora Collins. “I want no crazy motherfucker living in under my roof”. Jack Friday la convenció de lo contrario obsequiándole cada mañana una barra de Three musketeers.
Una mañana del 2006, Thomas Mars, el vocalista del grupo francés Phoenix, por azares del destino o por maniobra de algún Vrauslisgarniano entrometido, entró a la cafetería frente a la acera donde hacía sus performances Jack Friday. Observó por horas a aquel sujeto pintado de azul, enredado en lucecitas navideñas que tocaba con una elegancia inigualable el piano. Preguntó al mesero cocainómano por el pianista. “Well, he is the crazy son of a bitch of the neighborhood. But everyone around appreciates his talent”. Lo que quiere decir que es el loco del barrio pero de esos locos que la gente estima. “He says he was abducted by aliens”.
Thomas Mars se acercó, le pidió que le contara su historia. Jack Friday lo hizo sin chistar. Incluyendo su perpetua meta: la Litzomanía.
“Las sociedades cambian,” comenzó Thomas exhalando el humo de su cigarrillo por la nariz “los humanos evolucionan, lo que volvía locos a las personas de hace doscientos años no los volverá locos hoy. Todo se encuentra en constante marcha.” Le propuso hacer una canción juntos. A las dos semanas estaba lista.
Jack Friday fue invitado especial de Phoenix en el festival de Glastonbury en el 2010. Tocaron Lisztomania y él bailó frente a miles pintado de azul y bañado en luces de navidad. Se sintió inundado por un frenesí que le escalaba las piernas en un cosquilleo debilitador, se le durmieron los brazos mientras bailaba, saltaba abrazado por la vibraciones de los inmensos altavoces. Miraba al frente, disfrutaba como niño en un circo, sonreía. Sudaba, se despintaba. Lágrimas azules se le escurrían de las mejillas. ¡Por fin! Era testigo de la Lisztomanía masiva.
Casos raros hay a montones en este mundo. Parece imposible que un hombre se haya convertido en un pianista experto después de una noche de inconciencia. ¿Que si Jack Friday pasó realmente 24 años estudiando música en un mundo llamado Vraulisgarna? Quién sabe. Prefiero no pensarlo de más. La magia le da a este mundo desabrido los condimentos que necesita para hacer la vida más llevadera.
Jack falleció un año después del concierto, los vecinos dicen que fue por hipotermia. Ya ni siquiera en invierno se vestía y pasaba todo el día cantando y tocando nuestra canción. Me dejó una nota con la señora Collins donde me pedía que le diera el piano a su hija, ella con ese dinero podría pagarse parte de los estudios. Así lo hice. Betty Sue Friday me confesó haber visto en directo el festival de Glastonbury y haber reconocido a su padre, pintado de azul y bailando. “He looked happy” me dijo y yo asentí. “He was happy, indeed.” Contesté.
Y es por esta breve historia que Lizstomania, en memoria de Jack Friday, es y será siempre mi canción preferida. Gracias.
-Thomas Mars.
Comentarios