Papalotes
- Natalia Martínez Alcalde
- Mar 23, 2017
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Camina Casandra sobre la acera, bajo el sol de las diez de la mañana. Ondula un cartel cargado por una corriente de aire, baila por el cielo acariciando las capotas de los automóviles. Una niña pequeña de tez morena, de mejillas quemadas, la rebasa. Persigue el anuncio dando saltos y corriendo torpemente. Observa cómo ese cielo testarudo dobla y abre a su antojo aquel pedazo de papel, lo magulla, lo hace girar y azotarse contra los postes del alumbrado público. La niña de camiseta agujerada y corta, la de la pancita redonda y ombligo botado, la de los pelos empolvados, rueda las pupilas siguiendo el cartel. Fascinada, imagina que es una cometa, como las de los dibujos animados. Lo pinta de colores: de amarillo, rojo y verde. Los conductores de autos y camiones aceleran acostumbrados a ver niños como ella jugueteando por las banquetas mexicanas. Las personas de la ciudad sin nombre la miran. La ignoran. Dejan en un rincón de su almacén cerebral la cortadura que acicala el brazo izquierdo de la niña. No tengo tiempo, es que llevo prisa, piensan unos. Pobre creatura, de seguro es uno más de esos niños explotados. Por eso es mejor no darles nada.
Al alimentarlos, alimentas el descaro de los padres, se dicen los mismos que esa tarde comerán chiles en nogada, o tal vez risotto de setas silvestres y de postre un pastel de elote con cajeta. Es mejor no darles nada. El cartel se estaciona sobre una roca puntiaguda de un terreno abandonado. La niña de pantalones rojos descocidos, la que lleva como cinturón un trozo de mecate, se mete entre la hierba en búsqueda de su papalote. Aprisiona el anuncio en un abrazo gris. Lo mira: la foto de un hombre de traje negro y corbata roja, de cabello blanco muy bien peinado que sostiene con la mano derecha la solapa de su saco y sonríe a la cámara; sobre él, el logotipo del partido político de la ciudad sin nombre. Si quieres progresar, por Sixto has de votar. Era su lema.
-Mira, mamá – dice la niña al llegar a su hogar mostrándole a su madre su nueva adquisición.
La madre, bella, de largo cabello azabache trenzado a su costado derecho, sostiene a una bebé en brazos. La lacta sobre un colchón roído en el piso de la única habitación que tiene la casita de adobe.
-Es el del señor Sixto - comienza la madre–. Vas a ver que con éste nos va a ir mejor. Es bien bueno y justo, María. Ponlo por ahí, sobre la tele. Hoy en la mañana vinieron los de su partido a dar arroz y azúcar. Me dieron también leche en polvo pa’ tu hermana, unos calcetines pa’ tu papá y dos camisetas. Al o mejor y vienen después a dejarnos zapatos, me dijieron que iban a volver. Dijieron que van a mejorar la escuela, pintar las paredes y ponerles butacas nuevas.
María, con una sonrisita chimuela, recuesta la cabeza sobre la pierna de su madre. La madre moja un trapo viejo y le limpia con él las mejillas y las piernas a su hija mayor. La estrecha entre sus brazos, le planta un beso en la mejilla. Tiene la esperanza de que sus niñas sí lean, sí aprendan, sí estudien. Ojalá vivan fuera del rancho, en una casa con piso de concreto. La persigna. Le quita la mugre del pelo.
-¿Ahora qué te hiciste? – le pregunta al verle el brazo. María alza los hombros embobada por los dibujos animados del televisor. - ¿Dónde andabas? - Le gruñen las tripas. -Hay frijoles y tortillas. ¿Quieres?
Mientras la niña se hace sus tacos de frijol, se anuncia el poco sorprendente triunfo de Sixto Ariñez, el nuevo alcalde de la ciudad sin nombre, adepto al partido que lleva rigiendo la comunidad y el país por más de ocho décadas.
-Los que creen que la falta de alternancia significa un error en la democracia, están confundidos- articula Sixto en su discurso-. Quiere decir que hemos estado haciendo las cosas bien. ¡Que el pueblo está contento!
Cena Sixto con su familia en el restaurante italiano de la ciudad sin nombre. Piden un vino, el mejor de la casa, y comida de más. Los de las mesas vecinas le guiñan el ojo, hacen fila para saludarlo, algunos le dan la enhorabuena y un par de palmaditas en la espalda.
-¡Qué gusto nos da, Sixto!- plantan un beso en la mejilla de su mujer y le dedican sonrisas hipócritas a su hija.
La cuenta indica el equivalente a cien salarios mínimos mexicanos. El nuevo alcalde de la ciudad sin nombre planta sobre la carpetilla de cuero negra su American Express.
-Papá. ¿Te puedo preguntar algo? – Sixto, con un gesto de afirmación, mira a su hija rubia, la de vestido azul turquesa y sandalias de cuero. La de los incontables libros en una estantería al frente de su cama púrpura. Su güerita, tan inteligente, de veinte años, a la que papá jamás le ha negado nada.
¿Cuánto gana el hombre que decide el salario mínimo en México? Le quiere preguntar a su padre, pero se traga la duda.
- ¿Estás contento? – opta por decir.
- Sí, mi reina, mucho.
Asiente ella con una lágrima atrapada, recordando a la niña de mejillas quemadas que vio correr a trompicones esa misma mañana.
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