Madrid, 29 de mayo
- Natalia Martínez Alcalde
- May 29, 2017
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A mi Arturo, a quien
"quiero mucho más de lo que se lo cuento y veo mucho menos de lo que quisiera."

La verdad es que no recuerdo bien si la guitarra flamenca estaba ahí mientras lo esperaba con las rodillas dobladas y los ojos fijos en un bloque rectangular de concreto. No te puedo decir si la guitarra flamenca estaba o si me la imaginaba. ¿Ves? Tantas veces imagino música, la sinfonía cambia dependiendo del clima o de la hora o de mi estado de ánimo. Pierdo el tiempo agregándole banda sonora a mis ratos.
Pongámosle, pues, música de fondo a la escena. Ahí, cruzando la calle, un tipo de pelo largo y negro tocando su guitarra flamenca. Agreguémosle, entonces, unos cuántos zapateados, unas castañas, aplausos y el ritmo desesperado de los vasos de cristal derramando cerveza y azotándose uno contra el otro en los bares baratos de la Calle Santa Isabel. Sumémosle los gritos del señor que vende pescado fresco en el mercado Antón Martín, los movimientos trémulos de la mujer de cabello gris que sacude sus brazos grasosos. Métele uno que otro insulto, risas, llantos, las sirenas de las ambulancias que corren por la Latina, los cláxones de los taxistas. Y ahí lo tienes: la banda sonora de un Madrid a media tarde. Ahí me tienes también a mí, esperándolo sentada en la entrada del Cine Doré, con las rodillas dobladas y los ojos fijos en un bloque rectangular de concreto.
No recuerdo si fue él el que llegó tarde o si fui yo la que estuvo ahí temprano. Da igual. No sé si sus pasos iban al ritmo de mi música imaginaria, pero, para agregarle magia al encuentro, digamos que sí, que su andar lánguido se mezclaba con la cadencia desesperada de Lavapiés. Porque tú conoces Lavapiés, sabes lo que es, cómo suena, cómo hay ruido, cómo hay caos: que en el caos hay vida. Él entonces no sabía, no había estado ahí. Sin conocer ese pedazo de la capital me dijo que le gustaba Madrid. ¿Qué te gusta Madrid? Pregunté ¿ves? Pero yo sabía que no había andado más allá de las tres calles principales. Y quería que conociera Madrid, mi Madrid, el que tú ya conoces bien, el Madrid de la movida, de los aullidos, el de los barrios y los gatos callejeros. El Madrid de Sabina y de Fabio McNamara. Quería pasearlo por los bares de Malasaña, meterme a librerías subterráneas e irnos de tapas a Cava Baja.
Me distraigo. Volvamos a su camisa azul, a su andar tan pausado, así como si no lo estuviera esperando ahí con el sol colándoseme entre las pestañas. Apareció a mi derecha, erguido. ¿Cómo fue verlo por primera vez? No se detuvo el tiempo, no se me hundió el estómago, ni me sudaron las manos. No sentí nada de lo que dicen que se siente cuando conoces al amor de tu vida. Me acerqué a él tan ignorante; ignorantes los dos, de lo significaba ese primer encuentro. Nacía una nueva vida para ambos entre mesas gastadas de lámina, bajo el sol español de mayo, sobre el concreto caliente de las siete de la tarde. El dulce oscurantismo del futuro. De haber sabido lo que sería, te juro, de haberlo siquiera imaginado, no habría sido capaz de estirar las rodillas para ponerme de pie y encontrarlo. Le rocé el brazo, tranquila, sin estar al corriente de que empezaba ahí la historia de todo lo que hoy somos, sin saber lo que seríamos.
Y tuvo que ser ahí. Tan lejos de mis padres, del calor de mi país, de mis primeros libros y el lugar en donde pasé la infancia. No podía haber sido en ningún otro lugar: tuvo que ser en Madrid. Tuvieron que ser cuatro días, tuvimos que ser dos y tuvo que haber sido en ese momento exacto. Aquí, me encontré con él. Mi refugio en la distancia, con la anhelada luz de la que se escucha parlotear en las películas. Él, ahí en Madrid, entre las calles empinadas de Lavapiés: mi serendipia. Esa noche sin saberlo, dos ignorantes brindaron por la casualidad, por la futura certeza, por los benditos accidentes con los que arremete la vida para encontrar a dos completos desconocidos. Así, después del primer beso en una esquina de Quintana, ya sin el sol posándose sobre las coladeras, entre farolas encendidas: sí que se detuvo el tiempo, se me hundió el estómago, me sudaron las manos. Pero él no lo supo. No se lo dije ¿Ves? ¿Para qué? ¿Para qué contarle que mis labios ya no podían de las ganas de volver a besarlo? ¿Para qué explicarle que no podía controlar el pulso cuando rondaba cerca? Para el final de la noche, no sabía qué hacer con sus ojos y esas ganas de mirarlos… siempre.
Fue entonces, hoy lo es. Hoy que volvemos a casa por nuestra calle acostumbrada, hoy que me recargo sobre su hombro, que nos adentramos de la mano por la incertidumbre del porvenir. Hoy ese encuentro, ese segundo antes de verlo, fue milagroso. Hoy que acostumbro su voz calmada, su espalda caída y sus párpados cansados, sus besos fragmentados, su caminar siempre lánguido, su equipaje de promesas sin palabras y sus manos que me cuidan. Hoy que no recuerdo cómo eran las tardes de los sábados antes de conocerlo. Hoy que nuestras escasas pertenencias son nuestro imperio. Hoy que tú estás. ¡Qué historia, la nuestra! La de nuestro encuentro tan real, tan magníficamente mundano.
Tuvo que ser allí. Fuimos los dos y fue en Madrid.
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