LA ISLA DE MARTINI Reflexiones de madrugada de aeropuerto
- Natalia Martínez Alcalde
- Sep 5, 2017
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Para dos de los hombres más fuertes e importantes que me ha dado la vida, curiosamente el nombre de los dos empieza con "A":
Arturo y Antonio.

- ¿Dónde vive Martini? - Alguien, cuyo nombre no recuerdo, me preguntó. Alcé las cejas, abrí los ojos y sacudí la cabeza.
-No lo entenderías. - respondí dejando caer los hombros- Es que es complicado; o no lo entenderías o no me creerías.
No recuerdo si el curioso era un niño o una niña, o un joven o una jovencita, un señor o una señora, o a lo mejor un abuelo o una abuela. Me extraña el haberlo olvidado, normalmente no se me borran las cosas así de la cabeza, tan de repente. Lo que sí recuerdo es que se sentó a mi lado al escuchar mi renuencia por contarle de tu hogar, Martini.
Estábamos en el aeropuerto de Madrid, eso lo recuerdo bien, eran las cinco de la mañana del 30 de agosto de 2017. Y a pesar de que en agosto en Madrid hace tanto calor que ni siquiera se puede andar tranquilo por las calles, esa madrugada se estrellaba contra los enormes ventanales del aeropuerto un viento tirante.
-¿Cómo estás tan segura de que no te creería? – siguió el preguntón y yo tuve que separar las narices de mi libro de setecientas ochenta y dos páginas.
- Porque nadie lo cree cuando lo cuento, – repetí – dicen que me he vuelto loca.
- Pues da igual ¿no? - respondió. Mira, Martini, que ahora lo comienzo a recordar. Ya se me hacía raro eso de olvidar rostros. Era un hombre mayor, de cabello blanco y bien peinado, sus grandes ojos verdes me miraban atentos por encima de unas gafas rectangulares. – Me llamo Antonio. ¿Y tú?
- Soy Lía. Hola. – estreché su mano y él sonrío ligeramente. - ¿Conoces a Martini? – investigué extrañada por la pregunta inicial y el hombre, madrileño y de pantalones negros, movió la cabeza a manera de afirmación. – ¿Cómo la conoces? – Me convertía yo en la preguntona.
- Conozco todo y a todos.
- Si es cierto eso de que conoces todo y a todos, seguramente ya sabes donde vive. - Cierto, pero me gusta mucho escucharte contarlo. ¿Dónde vive Martini, Lía? – soltó una vez más y yo suspiré girándome un poco para mirarlo de frente.
Martini vive con papá en una isla del Atlántico. Un trozo de tierra no muy grande, de playas cálidas y montañas nevadas, donde se llega si eres de los pocos locos que sueñan lo suficiente como para lograr tener un billete de ida. Cerquita de México y nada lejos de España. Ahí vive.
Martini vive con papá en una casa escondida entre los árboles más viejos y altos del mundo. Para llegar a la casa hay que bajar por un angosto sendero empedrado. No hay luz eléctrica, pero al viajero lo acompañan luciérnagas azules y verdes que hacen resplandecer el camino.
Esa isla, tan estupenda y basta, ha sido borrada del mapamundi y se ha acomodado en el olvido de los neuróticos que gastan horas preciadas en el tráfico del mediodía, de los que cargan a diario con un maletín carente de fantasías e ilusiones, de los que ven cómo se les escurre la vida entre los dedos siguiendo las órdenes de un jefe codicioso. Se han olvidado de aquella isla los millones incapaces de detenerse a respirar el aroma de las flores que brotan en abril; los que jamás han silbado junto con el cantar al viento, ni se han interesado por sentir la vida palpitante, que mueve, hace girar, surge de cada rincón de nuestro planeta.
A los que ignoran la isla se les ha agotado la curiosidad, se les han escapado las ganas de vivir. Sus nombres se han perdido en el anonimato de las masas que caminan al unísono siendo solo huesos que cargan con gabardinas viejas y corbatas negras. Confunden la música con el ruido, la mentira con la verdad y el soñar con dormir.
Miles a diario, millones, tal vez, se olvidan de aquella isla, cesan de buscarla, se conforman. Se hace, la isla donde vive Martini con papá, cada vez más pequeña, cada vez menos perceptible. Se nos va.
De vez en cuando, cargado por la espuma de ese mar cristalino aparece un náufrago que, cubierto por una manta deshecha y endosando no más de tres pertenencias, camina desorientado dejando que a las plantas de los pies se le adhieran granitos de arena blanca. Los náufragos que aparecen en la isla, en la isla de Martini, llegan a veces entusiastas sentados en la popa de veleros amarillos que se perciben desde lo más alto de las montañas. Hay otros que la alcanzan después de días de nadar sintiendo que hay algo en las profundidades capaz de arrebatarles la vida en el intento. Llegan pocos, poquísimos. Son cada vez menos los que escapan del ajetreo de las ciudades para vivir en el país de los anhelan. A esa patria de prófugos llegan los ilustrados, los rebeldes, los inquietos, los curiosos insaciables, los deseosos de vida; hay artistas, pintores, poetas y bohemios; los que con una sonrisa convierten un día de octubre sin gracia en una mañana de verano junto a la piscina. Ellos viven ahí, los que desafían el oleaje, los que se emocionan con las diferencias y aprenden de ellas, los que fueron lastimados y supieron perdonar. El país de los sabios. El reino de los honestos. La tierra de los que saben amar. Ahí. Ahí vive Martini con papá.
Cerré los labios, que, ves Martini, cómo cuando me suelto a hablar de ese lugar en el que vives las palabras parecen no agotarse y los que me rodean me miran con ojos de escepticismo. Dicen que he perdido la razón, que me concentre en lo mío, en lo real, en lo que debe ser y no en lo que pudiera ser.
-Sí, estás loca. – me acusó Antonio echando la cabeza hacia atrás y soltando una risa desvergonzada.
-Sabía que dirías eso. Da igual. Por lo menos no estoy tan loca como para asegurar conocerlo todo y a todos.
-Sí, yo también estoy loco. - Antonio se puso de pie con un gesto de dolor y presionó con la palma de la mano su espalda baja. Seguramente le lastimó pasar tanto tiempo en ese asiento acartonado. – Pero no entiendo por qué te ofende el que te diga loca. ¿Al final, quiénes son los que llegan a ese sitio del que tanto me hablas? - tomó asiento una vez más y sujetó mi mano.
-Dime, Lía ¿Qué es lo que haces hoy aquí? Sentada, con dos maletas, esperando a subir a un avión que te llevará a un lugar en el que nunca antes has estado, en el que no conoces a nadie. ¿Qué buscas? ¿Qué es lo que persigues? ¿A dónde quieres llegar con todo esto?
Así como ya me conocerás, los ojos se me empezaron a nublar por las lágrimas que se acumularon en mi párpado inferior. Las preguntas de aquel hombre sabio, loco y viejo. Las preguntas de mi abuelo se establecieron al frente de mi interminable lista de pensamientos. ¿A dónde quieres llegar? Su voz resonó en mi cabeza.
Antonio me miró quitándose los anteojos y me besó la mejilla derecha con la delicadeza de un padre. Quise decirle cuánto lo echo de menos, pero el nudo que se había formado en mi garganta me lo impidió. Cerré los ojos, así como había cerrado los labios hace unos instantes, y dejé que un par de gotas tercas giraran por mis mejillas.
La señorita del mostrador pegó sus labios al micrófono para anunciar el momento de abordar el avión. Miré la pantalla, eran ya las siete y cinco de la mañana y ese viento tan inusual en agosto no paraba de azotarse contra los vidrios del aeropuerto. Cuando me reincorporé Antonio ya no estaba allí. No me di cuenta me di de cuándo se fue. Cargué con mis brazos débiles las dos maletas y emprendí mi camino hasta el avión.
A un paso de subir la pregunta resurgió. ¿A dónde quieres llegar? Esta vez fue mi voz la que lo cuestionó. Me respondí, estando tan segura como no lo había estado nunca. A tu isla, Martini.
Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos.
San Agustín.
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